Stanley Kubrick, 15 años de su muerte

@cineen35mm | Aquella era la primera vez que entraba alhotel Chelsea en Manhattan. Al bajar del elevador en el piso 2, tuvo ante sus ojos un pasillo largo y continuo, una especie de túnel de poca anchura al que abrían muchas puertas, incesantemente iguales, con los números gastados por más de ochenta años de historias de viejas leyendas del arte.

El aire se colaba por debajo de las puertas y refrescaba un ambiente que de otra manera sería asfixiante. Sólo cuando estuvo al final del pasillo escuchó los primeros sonidos, amortiguados detrás de aquella con el número 001. Lo que sonaba era la música deAsí habló Zarathustra, de Strauss.

Ahí se quedó por unos minutos, en silencio, sin querer romper la perfección del momento. Por fin, cuando la pieza llegó a su final, Arthur C. Clarke se atrevió a llamar a la puerta con un par de golpes secos.

Esa tarde conoció al maestro. Tenía el cabello corto, peinando a la derecha, sin intentar ocultar una calvicie incipiente que ya no lo atormentaba. Era regordete y vestía con zapatos de piel de gamuza y una chaquetilla azul claro de algodón ordinario, se movía a pasos acompasados y con una tranquilidad escalofriante.Lo primero que preguntó fue por sus cuentos. Unos días antes, cuando concertaron la cita, Kubrick había comentado con Clarke su deseo de hacer una historia de ciencia ficción. Fue así como aquella tarde pasarían repasando uno a uno sus libros. En cierto momento, la lista había quedado reducida a dos: Encuentro al amanecer y El centinela. Este último cuento sería la inspiración para la nueva película: 2001: una odisea del espacio.A los años, Arthur C. Clarke diría: “El genio de Stanley en 2001 no fue cuánto hizo, sino lo poco que hizo. Este fue el trabajo de un artista tan seguro de sí mismo que redujo cada escena a lo básico, y nos la dejó en la pantalla lo suficiente como para que la contempláramos y la dejáramos habitar en nuestra imaginación”.

Aquella vez trabajaron hasta el amanecer: lanzaron ideas, estructuraron la historia, modelaron los personajes. Cuando finalmente se despidieron, ambos sabían que tenían algo grande entre manos. Clarke salió en silencio de la habitación; los huéspedes aún dormían. Ante sus ojos se abría un pasillo largo y continuo, una especie de túnel de poca anchura al que abrían muchas puertas, incesantemente iguales, con los números gastados por más de de ochenta años de historias de viejas leyendas del arte. A las 6 horas y 11 minutos, Arthur C. Clarke abandona el 222 oeste de la calle 23 y sonríe; después de todo, el 2001 estaba a sólo tres décadas.